Quizá una de las cosas más fascinante que se puedan encontrar al visitar un lugar, son aquellos paisajes que evocan melancolía pura y hacen latir fuerte el corazón al mezclarse tantas otras sensaciones. Quedarse observándolos por largo rato, solitario, sin más compañía que un Ipod con buena música ...hacer una introspección, meditar en lo hecho hasta aquel punto de la vida...hay pocas cosas que superan aquellos momentos.
Por el momento, cito 3 de tantos:
Abril en la Rambla de Montevideo. Poca gente, las mujeres lindas desaparecen y un viento que a ratos se vuelve insoportablemente frío se adueña de la rivera. El Río de la Plata y sus matices más tristes como telón de fondo. Las nubes como grandes motas de algodón, implacables, grises, amenazantes...
La playa de Cucao en un día de invierno. Los árboles torcidos por el viento. Una extensión de arena tan grande y blanca que la vista no alcanza a cubrir. Recorro el camino rodeado de nalcas. Luego vienen las dunas y el mar se oye rugir a lo lejos, sin dejarse ver, hasta que el misterio acaba y grandes olas amenazantes estallan en la orilla, embravecidas por el viento que nunca abandona el Pacífico abierto. Ningún alma a la vista. En Cucao empezó la creación. O empieza cada vez que voy. Un paisaje conmovedor.
Adiós Bariloche, El Bolsón, Esquel. Acá no hay discotecas, ni pubs...muy de vez en cuando se ven personas en sus calles sin pavimento. El paisaje verde deja el protagonismo o lo comparte y se funde con uno más desértico. Los macizos de los Andes asoman salvajes, cercanos y a la vez inhóspitos. Al fin entiendo el término Patagonia. Trevelín me lo enseñó. Gauchos de tomo y lomo, culturas que se funden, galeses y mapuches caracterizan este lugar. Argentinos y chilenos se mezclan y comparten costumbres. Cada taxista me cuenta una historia distinta del Mala cara. Me entretiene cada una de ellas, y creo saber quién dice la verdad y quién miente...
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